El amparo constitucional de derechos fundamentales tiene su sentido en impedir que el poder pueda violar tales derechos en las normas que impone a los gobernados. Sin un sistema político fuerte que se funde en la libertad colectiva, las garantías legalmente previstas para la protección de los derechos fundamentales se vuelven insuficientes e inútiles, como ocurre en los Estados de partidos en los que la vulneración de estos derechos constitucionalmente consagrados se convierte en una cuestión rutinaria. Los tribunales, de ordinario, son incapaces de hacer frente de manera efectiva a este problema, precisamente porque la interpretación y resolución de las principales cuestiones que atañen a la Norma Fundamental quedan reservadas a un único Tribunal Constitucional, con competencia exclusiva en todo el territorio nacional, cuyo exceso de trabajo pendiente termina por rayar lo absurdo, siendo absolutamente ineficaz para tratar todos los casos correspondientes a su ámbito competencial y prácticamente imposibilitado para derogar ninguna ley que vulnere un derecho fundamental.
Con la consagración en una Norma Fundamental de la fórmula ideada por Hans Kelsen para la Constitución austríaca de 1920, que fue posteriormente imitada en todas las partidocracias europeas, se crea un poder de interpretación constitucional vinculante que queda reservado a un único tribunal no jurisdiccional, cuyos miembros son designados exclusivamente por los partidos políticos, contra los que hipotéticamente debería actuar cuando abusaran de su poder. He aquí la trampa. Allí donde los tribunales ordinarios carecen de la competencia para conocer sobre todo tipo de cuestiones constitucionales, incluida la inaplicación de las leyes que vulneren el texto constitucional, no existe una verdadera protección de los derechos fundamentales, sino un tribunal político influenciado por los mismos que deciden su composición. De este modo, la vulneración de derechos fundamentales por parte del poder al legislar raras veces será siquiera controlable.