Las manifestaciones multitudinarias tan sólo pueden ser eficaces si los individuos que la componen son conscientes de la meta colectiva a la que todos ellos aspiran llegar y actúan coherentemente para su consecución. Si lo que se comienza persiguiendo es la derogación de una ley concreta, el esfuerzo conjunto habría de ir encaminado, desde el primer momento, a la reiterada demostración pública del rechazo de la misma. Pero para forzar a su derogación efectiva sería necesario convencer no a los políticos, sino a un número lo suficientemente elevado y cualificado de personas como para desbordar al Estado con una deslegitimación masiva que ya no alcanzaría únicamente a la concreta ley que diera origen a las manifestaciones, sino a toda norma que supusiera un óbice para el ejercicio de la propia libertad política colectiva. Sin embargo, la manifestación de tal disenso requeriría necesariamente ser acompañado del acto deslegitimador por excelencia de las oligarquías de los partidos políticos, que no es otro que la abstención.
Si la sociedad civil, de forma masiva y consciente, se abstuviera de toda encuesta poblacional convocada por las cúpulas de los partidos en el Estado (comúnmente tildadas de elecciones, aunque en realidad no se elige a ningún candidato), dejaría a las urnas vacías del fundamento legitimador del reparto del poder. Toda norma que a partir de entonces quisieran imponer quienes en su conjunto no hubiesen obtenido un apoyo de más de la mitad del censo electoral carecería de la fuerza suficiente como para poder ser efectiva. Téngase en cuenta que la aplicación de la ley depende, en primer y más importante término, de las personas directamente afectadas por ella en sus mutuas relaciones. Si la mayoría negase la ley producida por partidos sin legitimación, el Estado sería incapaz de forzar su aplicación práctica. Esto implicaría la liberación de todo el colectivo nacional, que desde entonces quedaría temporalmente legitimado por encima de la ley como sujeto constituyente.