Existe una creencia generalizada de que se debe ser siempre optimista frente a la vida (como si la vida fuere algo a lo que uno se enfrenta), de acuerdo con la cual, no importa cuántas desgracias puedan ocurrirle a uno, deberá buscar siempre el lado positivo de las cosas (si esto se llevara realmente a la práctica, nos quedaríamos medio ciegos). Sin embargo, en la realidad, uno es pesimista u optimista no frente a la vida, sino respecto a hechos concretos, y su perspectiva dependerá de los instintos surgidos en el sujeto en el momento de considerar sus posibilidades de acierto, sin que una u otra perspectiva de por sí puedan alterar el resultado final. Por ejemplo, para quien compra un décimo de lotería en nada se alterará su suerte si tiene la seguridad de que su número es uno de los premiados o si, por el contrario, está seguro de que no le va a tocar ningún premio, pues la probabilidad de ganar es la misma en ambos casos.
Cuestión distinta es la visión general que se tenga del mundo, pues ello afectará a las emociones del sujeto y, por tanto, a su comportamiento como individuo. La visión utópica (mal considerada optimista) entraña creer que todo acontecimiento de cambio posterior tenderá siempre a ser mejor que el anterior, hasta el momento en que se alcance un mundo perfecto. Quien tiene esta visión condiciona sus propios instintos a la fe, es decir, a la esperanza en que algún día ocurrirá un hecho que supondrá el advenimiento de la felicidad más absoluta para la especie humana. Difícilmente una persona utopista podría interpretar correctamente sus emociones, pues enjuicia su contenido no por lo que siente, sino por lo que elige querer.
A la visión utópica se contrapone la visión distópica, que entraña la creencia contraria, es decir, la convicción de que la humanidad sufre sin remedio un empeoramiento progresivo de las condiciones en las que vive. Esta visión general de la realidad es la propia de las personas depresivas, quienes únicamente son capaces de ver un mundo que desean pero que nunca será, desgarradas en su interior por una esperanza vaciada de toda virtualidad. Todo distopista fue anteriormente un utopista.
Por otro lado, la visión realista (mal considerada pesimista) significa deshacerse de todas las preferencias personales del querer en el esfuerzo por comprender la realidad, sin creer en que todo cambio haya de tender necesariamente hacia una mejora respecto del estado anterior, ni tampoco hacia un empeoramiento. La persona realista no se niega la realidad presente que contraviene sus deseos, simplemente la reconoce como parte del mundo en el que vive. Para él la fe, la esperanza en un más allá mejor y más placentero que el presente, supone una imposibilidad para ver más allá de lo que se quiere, que dejaría viciada toda interpretación que se hiciera sobre la realidad. Realista es quien tiene la certeza de que una felicidad absoluta no podrá advenir nunca, pues comprende que toda felicidad es relativa, al igual que todas las demás emociones. Por ello, quien es realista prescinde de la fe y, en la medida de lo posible, de la esperanza, y tratará de conocer sus propios instintos desprendiéndose de todo condicionamiento previo. Comúnmente distinguirá entre la realidad interior y la exterior, no como realidades separadas, sino como partes de una misma realidad que merecen un acercamiento distinto para su comprensión. Entre sus premisas principales se encuentra la inevitable comisión de errores en su entendimiento, que progresivamente tratará de averiguar y corregir a medida que avanza en su comprensión del mundo.