En los regímenes partidocráticos, los partidos políticos, que son en su origen organizaciones privadas, una vez han obtenido cuota de poder se convierten en organismos parasitarios del Estado. Lo hemos visto una y otra vez, y lo continuaremos viendo. Las extrañas excepciones políticas a este hecho carecen de toda posibilidad real de alcanzar una cuota alta de poder e indefectiblemente terminan siendo expulsadas del reparto a partir de las fuertes presiones ejercidas por los partidos que ven peligrar su sustento de lo público. Sobre esto tenemos ya bastantes ejemplos. En estos partidos incrustados en el Estado, corrompidos hasta la médula y cuyos discursos poco o nada tienen que ver con la realidad, inevitablemente acaba predominando el oportunismo y el favoritismo como forma de escalar a los rangos más altos, promoviéndose la incompetencia de los gobernantes para gobernar, que sin embargo son expertos en el arte de mantener el poder mediante el engaño a los gobernados y el cobro de favores a los poderes fácticos (a los oligopolios financieros, mediáticos y de sectores clave como el sector energético o el sector de las telecomunicaciones).
Con la propaganda del consenso entre partidos se aseguran que esta situación perdure indefinidamente, pues la inmunidad frente a su corrupción es la situación más beneficiosa para ellos. Es del todo imposible que un cambio sustancial del régimen para combatirla pueda proceder de la acción de ningún partido político que se haya integrado en el Estado, pues éste será el mayor beneficiario del aforamiento y la inmunidad parlamentaria y de la laxitud e ineficacia judicial en la persecución de los delitos por ellos cometidos. La corrupción es factor de gobierno, en tanto que sólo quienes están dispuestos a corromperse pueden entrar a formar parte del juego político. La solución necesariamente habrá de provenir de una acción externa al aparato del Estado, pues quienes forman parte del mismo tienen el deber no escrito frente a su partido de evitar, por todos los medios posibles a su alcance, que tal solución pueda llegar a producirse.
Corresponde a la sociedad civil exigir la ruptura completa con este régimen partidocrático, mediante su incansable denuncia, en aras a la construcción, durante un periodo de libertad constituyente, de un nuevo régimen en el que se consagre la separación de poderes, por ser ésta la única solución posible frente al parasitismo de las facciones partidistas en el Estado. El primer paso para exigir la ruptura con el régimen actual no puede ser otro que la deslegitimación del poder, cuyo medio más eficaz, directo y pragmático es la abstención activa, no volver a votar mientras no haya libertad política colectiva, es decir, mientras no exista la posibilidad real para los ciudadanos de decidir, primero, las formas de Estado y de Gobierno, y después, las personas concretas que nos gobiernen y nos legislen. Esto hoy parece una realidad muy lejana, pero cada día estamos más próximos a su consecución.
No se trata de querer conseguir una utopía, pues esta libertad colectiva fue precisamente lo que consiguieron los revolucionarios estadounidenses tras independizarse de la Corona Inglesa y aprobar su actual Constitución, en vigor desde 1789. Con un ejemplo en la Historia basta para saber que la República Constitucional es posible. El Movimiento Ciudadano hacia la República Constitucional continuará creciendo progresivamente, a paso lento pero firme, hasta su disolución con la conquista de la Libertad con mayúscula.